EL MERODEADOR

Sorprendidos de que a esas horas de la noche llamaran a la puerta, los viejos se quedaron inmóviles mirando a la nada, esperando a que los golpes se repitieran. El viejo, como para no quebrar el silencio, dejó el libro en la mesita de luz con extremo cuidado y la vieja, imitándolo, apartó el tejido preparándose a lo insospechado.
Aún no se acostumbraban a la visita de los merodeadores que se acercaban bajando por el camino ripioso algunas veces y otras atravesando el bosque. Sólo una vez, recordaban, alguien había hecho el amago de franquear la puerta, pero nunca nadie la había traspasado tal vez temerosos de ver la casa tan oscura por los ventanales tapiados desde hacía tanto tiempo, desde que habían decidido no habitar más la planta baja, conformándose con el cuarto de arriba, con la salamandra y la tetera siempre lista para el té, con los libros arrumbados a un rincón y con las madejas de lana atiborrando el cajón de la cómoda.
Pero ésa noche había de ser distinta porque tras el crujir de la puerta que se abría lentamente oyeron por primera vez unos pasos. Quietos, aguardaron esforzándose por seguir el rumbo de las pisadas, y supusieron que hurgueteaba en los cajones del escritorio o en la despensa de la cocina. Porque ya no estaban seguros del lugar exacto de las habitaciones de la casa.

Quien allí abajo andaba no temía y lo lamentaron mirándose por primera vez con cierto dejo de tristeza porque las pisadas subían, y el secreto que era para uno o quizá para el otro comenzaba a develarse con aquel hombre de pie frente a la puerta, con el brillo de la vida pegado a los ojos observando con el corazón quieto el ático vacío.