LA PREOCUPACIÓN
Ester y yo nos la
pasamos metido en la salita, ella cree que la casa es demasiado grande para
nosotros y que la salita es el único lugar donde se puede enfrentar con
cierta dignidad el frío invierno. A los viejos no nos gusta el frío; el sol que
llega toda la mañana por este lado de la casa nos da la abrigadora sensación de
que los tiempos no son tan malos. Al mediodía, cuando comienza a desvanecerse
ese color anaranjado que invade el cuarto, los vitrales en lo alto del ventanal
les dan un aspecto mágico a esta casa, Ester en un verdadero ritual que ha de
repetir cada día comienza a encender luces, la lámpara de seis bujías que
amenazante pende sobre nuestras cabezas, la lamparita de luz de mi escritorio y
por último se va a su rincón para encender la lámpara de pedestal que la
alumbrará y calentará como a un pollito mientras descansa en su mullido sillón
rojo. Le gusta tanto estar en ese rincón, a veces pienso que puede ser
una simulada manera de mantener su independencia. Ahí se la pasa ojeando las
revistas que trae Helena y de tanto en tanto, he notado, fija su mirada
en una de las paredes como prendida en algún recuerdo.
Hay veces que se anima y se acerca para ofrecerme un té y como si nada toma uno de los libros que andan bailando sobre mi escritorio, me encanta repasar viejas lecturas, y me dice, este libro no vale la pena y se vuelve a su rincón tal como vino, silenciosa. Me divierte ver que sea así, que se entretenga fastidiándome. Yo espero a que se acomode y tome una de las revistas para preguntarle por el té, pero ella se hace la sorda y debo partir como siempre a la cocina y prepararlo para ambos. Es ese el límite de sus travesuras.
Pero no es hasta más tarde
cuando realmente me entretengo, hasta después de la hora de la cena, cuando
Ester se va al dormitorio. Recién allí puedo comenzar a hacer mis cosas, la
cuestión que realmente me preocupa. Ester a veces me interrumpe llamándome de
un grito, entonces yo voy al cuarto y sin decir nada acerco la silla hasta el
ropero y tomo una de las cajas donde se guardan las fotos y se la paso.
Le encanta ver viejas fotografías sentada a los pies de la cama, es como si se
fuera acostando poco a poco, al rato me llamará nuevamente y tendré que
tomar la caja y cambiarla por otra. En el techo del ropero se almacena su
tesoro al que se entrega cada noche con sobrecogedora pasión.
Cómo me gustaría llamarla a mí
también y mostrarle lo que hago, pero no me animo a molestarla a sacarla
de la cama con el frío que hace, para decirle que he perfeccionado la toma, que
al fijar la cámara grabadora en un cuadro algo más amplio ya no sólo
apareceré sentado en el escritorio leyendo Historia de la Eternidad con
el ventanal a mis espaldas y su luz azulada, los vitrales hacen maravillas.
Ahora se podrá ver el farol de la calle como una luna siempre asomándose
estática a un costado en lo alto del ventanal. A Ester no le interesan estas cosas
y menos aún mi preocupación, no se animará a mirar a través del visor, detesta
la modernidad. Sería perder el tiempo explicarle el porqué de la lamparita de
frente alumbrándome a la cara, a pesar de lo que me dificulta la lectura. Lo
importante, es que mi rostro se vea nítido para que por las mañanas cuando al
revisar el video, mientras Ester a intención se demora en la cocina
sacándole prolijamente brillo a los cubiertos, pueda seguir cada uno de
mis gestos, observando minuciosamente como leo, atento al ritmo de la lectura,
vigilando que no hayan saltos o silencios o que la mirada se pierda
desgarradoramente, para mí, en el vacío. Lo que importa, lo que realmente me
preocupa es saber que esta cabeza aún trabaja, que soy dueño de mi
destino, que Historia de la Eternidad está entre mis manos bajo control y que
no me ando disparatando como Ester que ya da pena.