No eran unos buenos chicos  
Camus y Sartre me dieron una paliza, no se confunda, hablo de paliza paliza. No circule por senderos filosóficos, no se haga la simple idea de que estos jóvenes no actuaban en el plano físico y, que la paliza de que hablo fue en términos concienzudos. Nada de eso, Sartre me dio duro con el paraguas y Camus me metió el lapicero. La violencia, bien se sabe, es el resultado del hastío.
En aquel tiempo yo era un simple mozo en el café Les Deux Magots, enamorado de la hija del patrón, atento al cruce de conversaciones, al mirar (aparente) distraído de los clientes. Yo fui quien advirtió el prodigio de estos dos comensales, yo que sé leer los labios, fingí cada uno de mis movimientos. Les llevaba los cafés y el queso como si estuviera pensando que afuera estaba a punto de llover. Nunca callaron en mi continuo transitar, hablaban en clave, todo tiembla bajo el fascismo, un código de divagaciones con atmósfera a gatos y jarras con flores.
Aguardaron por mí en la plaza Saint-Germain-des-Prés. Me pidieron un cigarrillo, se creyeron reguardados por la sombra de la farola por la cortina de lluvia que nos separaba. Me dejé golpear, esa noche quería morir, la negación de un amor me angustiaba, me vinieron de perilla. No sé quién se ensañó más. Perdí un ojo y no me arrepiento, me pulverizaron un par de costillas. A veces regresa el malestar con el frío, jamás el resentimiento. Creo, que fui víctima de una apuesta absurda.
Tuvieron la desfachatez de regresar al café, de no mirarme a los ojos, al ojo. Yo los serví como siempre pero una apatía me alejó de sus labios. La vida es una broma, lo venía descubriendo, la hija del patrón comenzó a mirarme en el reflejo de los espejos. Un día dejé de regresar.
Sé que se enemistaron para siempre, el menor de mis hijos que los idolatra como a dos figurines me lo contó, yo entonces, no sabía sus nombres.